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A la niña que duerme

domingo, 1 de octubre de 2006 § 5



Sigues ahí, querida Liolia, detenida, sin alcanzar con los ojos a tu padre. Lo percibes entre la niebla y a veces escuchas alguno de sus latidos, pero la bruma es demasiado espesa, te impide encontrar algo más allá sin opacar tus córneas. El espacio entre ambos es breve, pero requiere un esfuerzo largo. No es que debas estirar los brazos y llamarlo, no. Se trata, Liolia, de que lo decidas, de que por un momento en tu corazón se abrigue ese deseo.
La primera vez que huiste yo recorrí contigo los campos, y fue ahí que supe de tus manos tristes, siempre juntas, atrapando la desesperación del abandono. Te creías desamparada, y yo, Liolia, quise reprocharte el obstinado silencio, decirte que volvieras la cara, que tu padre, arrepentido te miraba como adivinando tus rutas, pero tú no darías pasos hacia atrás. Entonces niña, sólo te miré y lloré contigo, pues reconocí y sentí mía tu tristeza
Ahora, mi pequeña, después de tantos años, estás frente a él, pero no puedes alcanzarlo. Es posible que ni siquiera lo sepas, pero yo Liolia, que te miro desde lejos, veo tus dedos incándose en la niebla cada vez que crees reencontrarte con alguna imagen. Entonces me avergüenzo porque no deseo confesártelo, pues ahora que eres má delicada y hermosa que cuando te fuiste, no te reconozco, no puedo evitar esta idea: eres otra, lo que veo ahora es sólo un espejo engañoso, la mentira de un buen recuerdo.
Él no descansará hasta dar contigo, te busca siempre con la cabeza abajo; va seguido de las otras niñas que no conoces y son tus hermanas, preguntando dónde vieron encendida la última de tus lámparas. Para los que te buscan no hay consuelo, y tu padre, al igual que tú, a veces se detiene, paralizado. Se propone atravesar el mundo con los ojos y toparse contigo, pero como hoy, Liolia, aunque estén frente a frente no van a tocarse. Así serán los días, hasta que no decidas revelar a los tuyos alguno de tus secretos.

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