sábado, 18 de marzo de 2006 § 0


III

El encuentro con la poesía de Sabines no puede ser un acto impune. A cada instante se pregunta uno si es que alguien no ha deseado alguna vez, juntar todas las palabras de amor pronunciadas en el mundo para darlas en ofrenda, o quemarlas y desparecerlas cuando no queda otro remedio; me pregunto si la tía que perdí no era como la tía Chofi; si es que alguna vez me vi en la acera de enfrente o en algún otro sitio y me he llamado con un nombre que no es el mío, sino con uno parecido al del joven y viejo Tarumba.

Me pregunto si una parte de mí nació de la saliva y la otra del silencio. Me pregunto también si cada cosa que existe la nombro sólo para recordarla. Y encuentro que ese punto de unión entre mi parte de silencio y la de saliva, sólo hay un destino posible: el lenguaje del amor: el de las palabras murmuradas, el de los besos callados, el que está atrapado en las frases cotidianas, que si son para quien se ama, en la más grande y pura concepción del amor a los otros, son siempre lenguajes laterales y subversivos que nos delatan.

Todos nacemos descarnados, pero nos cubrimos de piel con el paso de los años, buscando, quizá sin querer, la pertenencia. Así vamos, cubiertos incluso de nosotros mismos, hasta que en algún lugar y con mucha suerte, nos alcanza un poeta que trasgrede esa intimidad perdida, la unifica, nos la devuelve y así nos hace poco suyos.

Toda certeza proviene de la sensación y la experiencia. Toda palabra es arrancada de algún lugar del silencio. Yo no lo sé de cierto, pero creo que ese movimiento que rompe cualquier equilibrio aparente, es el amor. No lo sé de cierto, pero lo supongo.

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